Hay territorios que no se recorren con los pies. Se revelan poco a poco, como un murmullo que asciende desde la tierra y toma forma en el cuerpo.
En lo alto de Mendoza, donde el relieve parece contener una respiración antigua, cada estación afina el compás de su cultivo. La altura modela los ciclos. La amplitud, los matices. El frío, la espera. Y en ese diálogo entre latitud y latido, asoma una energía que no se puede encerrar. Quien contempla esas tierras descubre que no hay urgencia en la belleza. Que lo esencial no grita. Que a veces basta con mirar hacia donde la línea del horizonte se deshace para entender que los límites son donde empieza lo significativo. En esa tensión entre lo preciso y lo intangible, cada cielo nos ofreció un lenguaje.
Hoy elegimos traducirlo en materia viva que lleva consigo el pulso de Gualtallary, en paisajes que se beben con los sentidos.